Fragmento: La guerra interior – Jorge Baradit

Disfruta de un fragmento

Lee un poco cada día

Fragmento

Perdido en un sucio y oscuro zaguán entre los laberintos de la ciudad de Sevilla, hundido entre papeles y pergaminos reblandecidos por el asfixiante calor del verano, un cabalista llora abrazado a su pequeño escritorio de caoba. Interminables cálculos tan intrincados como la propia ciudad han desembocado finalmente en una solución que brilla ante sus ojos con la luz de todo un coro de ángeles: la fecha propicia para invadir América esplende ante sus ojos limpia y perfecta bajo complejas series numéricas borroneadas una y otra vez. Es el año 1227, hay un largo camino que recorrer y mucho que preparar.

La existencia de este nuevo mundo había sido descubierta solo un par de siglos antes. La red de médiums que vigilaba el mundo conocido había intuido presencias de un nuevo tipo de conciencia colonizando áreas importantes del plano astral y dieron la alarma. Descubrieron que mecánicas desconocidas y poderosas levantaban estructuras ciclópeas entre los pliegues de la mente del planeta, como si otro continente emergiera con inusitado ímpetu.

De inmediato un selecto equipo de videntes fue asesinado y enterrado en una línea recta apuntando hacia las nuevas señales. Todos eran de signo Géminis, todos cargaban una roca de cobre en el estómago. Los médiums comenzaron a recibir las transmisiones de los videntes asesinados, haciendo puente casi de inmediato. Las señales eran difusas y afloraban como débiles imágenes en blanco y negro, adhiriéndose llenas de estática a las retinas de los médiums como recuerdos de infancia: un olor desconocido, el multicolor del manto de una madre, la certeza en la existencia del Tamoanchán. Colores y animales extraños, edificios de piedra, escalinatas ensangrentadas brillando a través de nieblas de incienso, plumas y piel oscura; otro zodíaco cosido a la piel de la noche, cuchillos de obsidiana y brujos poderosos.

Manipularon, influenciaron y tiraron de todas las redes y cuerdas invisibles que sostenían los imperios en su afán de alcanzar las nuevas tierras. Pero lo hicieron delicadamente, pacientemente. Invisibles.

En una de las tres naves viajaba un representante de las logias oscuras. América se estremeció cuando su planta tocó las arenas del Caribe. Todos los chamanes del continente giraron los rostros hacia ese punto con el corazón encogido por una repentina angustia, como si una piedra negra hubiera caído sobre el lago tranquilo de la América astral.

Después, vino la expedición definitiva.

No era oro lo que buscaban los que venían escondidos tras la marea de sífilis que avanzaba como una tormenta de dientes a través del Atlántico.

Detrás de los ejércitos y su ferretería, aun detrás de la cruz y la hoguera, venía la verdadera peste. Magos, cabalistas, guardianes del grial, alquimistas y sus golems se arrastraban escondidos entre los arcabuces, regurgitando conjuros y venenos que clavaban como alfileres sobre la piel de la Pachamama.

Ellos no buscaban el oro que rodaba por los ríos, «el oro es paga de espadas e ignorantes». Su oro no era oro vulgar.

La operación de conquista y sus detalles eran antiguos. Antes de sus propios nacimientos se habían previsto todos los detalles. Por eso, cuando el Consejo de los Pueblos Rojos intentó reaccionar, ya era demasiado tarde: la Conquista Mágica de América estallaba en sus rostros como una tempestad arrasando el continente, como una coreografía mil veces ensayada y representada a la perfección.

El nombre de Jehová fue un terremoto abriéndose paso a través del estómago del continente como el cuchillo de un carnicero. Nadie alcanzó a invocar protección porque la daga castellana degollaba en la cuna el grito y cortaba las lenguas de los que sabían las palabras adecuadas. Quemó los signos de poder, destruyó las máquinas para comunicarse con los dioses, aisló a los pueblos y les devoró la memoria antes de arrojarlos como rebaños perdidos al desierto de la amnesia.

Cuando se apagaron los incendios y el polvo de las masacres se hubo posado sobre las piedras, vino la cruz recogiendo el dolor de los huérfanos, encadenando las almas a su rosario de esqueletos.

América yaciendo herida de muerte, expuesta a los escalpelos del que venía detrás, el verdadero depredador mágico que se inclinaba sobre los campos de batalla desolados, hurgando en las entrañas abiertas de los hijos del Sol, buscando sus augurios y su paga de cuervo, buscando señales en los mapas que leía en los intestinos tiernos de la gente roja.

Lo que habían descubierto en Europa bien valía cien operaciones de conquista como esta.

Años antes de zarpar, hundieron clavos de cobre a través de los ojos de un vidente eslavo y luego de muchos intentos consiguieron penetrar en las líneas de comunicaciones de los chamanes americanos. A través de sus ojos pudieron escudriñar cada centímetro de las intrincadas construcciones rituales con que modulaban las portentosas fuerzas que emanaban de los pezones de esa nueva tierra. Asistieron al levantamiento de arquitecturas que continuaban hacia el plano astral en complejas urbanizaciones mentales. Vieron prodigiosas máquinas voladoras de piedra planeando a baja altura, operadas con gemas preciosas y mantras bellísimos. Vieron enormes pirámides de roca girando sobre su eje para calibrar la vibración energética de ciertos valles. Fueron testigos atónitos de portentos que no podían tener otra explicación que una inusual fuente de poder radicada en el territorio.

Penetraron sus redes de datos más profundas, comieron los cerebros de cuatro niños nonatos y vieron, a través de los ojos de un sacerdote maya, el códice más santo de todos: el «viento naranja», escrito y primorosamente ilustrado íntegramente en el plano astral por generaciones y generaciones de brujos iniciados.

Supieron de Ce Ácatl.

Supieron de Kalfukura.

Supieron cómo derrotarlos y arrebatarles la fuente de sus maravillas.

Esa noche lloraron abrazados y mataron a todos sus hermanos que no merecían saber lo que ahora ellos sabían.

Reordenaron el calendario europeo y abrieron una ventana de tiempo falsa, oculta a los ojos de Dios, para que Hernán Cortés desembarcara sus tropas en el Anáhuac justo en el año 1519, número 7, con una única palabra murmurada en secreto de boca a oído: serpiente emplumada.

Cuando Cortés desembarcó, subió a su caballo y un representante le indicó el nombre con que debía nombrar el lugar para hacerlo seguro. Le recomendó nunca desmontar antes de renombrar los lugares. De ahí en adelante cada sitio conquistado era rápidamente renombrado con un «conjuro-llave», codificado tras un nombre cristiano, que anulaba la energía opositora y encarcelaba entre las letras al numen protector del lugar. De esa manera avanzaban con seguridad por terrenos incapaces de defenderse. El rito de conquista avanzaba como una infección.

Escondidos a la sombra de los ejércitos, los representantes guiaban a los capitanes en el primer objetivo: bajar a través de la cordillera de los Andes destruyendo uno por uno los chakras de América para debilitarla y nublar la visión de sus chamanes guerreros, los únicos capaces de oponerse al objetivo final, oculto allá en el sur más boscoso.

Uno por uno cayeron los pueblos que resguardaban los puntos de poder de la madre tierra. Cada templo mayor era desmantelado cuidadosamente para exponer el «punto blando» y cegarlo con cantos y signos de oscuridad. Siempre se construía una iglesia encima, como llave ritual obstruyendo la respiración del territorio.

Los restos de las civilizaciones que florecían como hongos en torno a cada punto energético, servían de carroña para la jauría de la Corona. Mujeres y oro, niños y sangre para sus cálices.

Pero los representantes no buscaban oro vulgar.

No todos los representantes sabían cuál era el real objetivo de la operación de conquista. Solo los guardianes del grial conocían la verdad y eran los encargados de «mantener secreto el secreto» hasta el momento indicado.

Ningún representante aparecía en registro alguno, ninguno recibió cargos o haciendas, nadie tenía derecho a mirarlos o discurrir sobre sus oficios. Los que habían escuchado una sola palabra de boca de un representante, eran borrados del libro de la vida y sus huesos eran polvo arrojado a algún desierto.

La verdad no es para todos.

—La verdad no es para todos —dijo el de la barba color fuego, cerró los ojos y el tercer congregado de la izquierda se desplomó estrellando su rostro contra el suelo. Una profunda herida manaba sangre a borbotones desde la zona de la nuca, justo en el centro de un tatuaje ritual que representaba al ouroboros.

—La muerte vive a nuestras espaldas todo el tiempo, esperando el momento para sacarnos a vivir.

—El asiento peligroso —murmuró uno que debía sentarse de costado para no herir su pierna tullida. Alguien, en las sombras, limpió un cuchillo y tomó el cadáver por las pantorrillas para arrastrarlo hacia la oscuridad.

—Su camino concluía hoy —continuó el de la barba color fuego—, pero el nuestro continúa. La obra es un bajel que cruza los siglos y hoy somos nosotros los que afirmamos su timón, aunque somos menos que el polvo entre sus tablas.

Todos asintieron en silencio.

Todos eran sobrehumanos.

—Ahora es el momento para escuchar la verdad —dijo con voz queda, desprovista de toda solemnidad.

Lucifer, después de su derrota, fue arrojado hacia la materia con toda la violencia que la ira divina pudo descargar. Cayó durante eones hasta alcanzar los fondos más profundos del océano de la eternidad: nuestro Universo. Cayó de cabeza a través de las órbitas celestes como un proyectil desconsolado. Cayó hacia nuestra Tierra, atravesó la atmósfera y el casco polar con un estruendo como de muchas aguas en gran disgusto, como muchos ejércitos gritando el nombre de Yavé al unísono.

Ahora yace enterrado, encadenado a los abismos, crucificado de cabeza y lamido por el magma, aullando su dolor eterno de belleza perdida y poder arrebatado.

Al momento de encallar en nuestro mundo, la hermosa diadema que embellecía su frente cayó hasta perderse en el instante mismo en que se abrían las carnes de la madre y «el que trae la luz» nacía hacia adentro destrozado, hundido de regreso a la matriz.

—La piedra azul, Venus. Ese es el secreto más secreto que nos mueve en peregrinaje hasta estos yermos perdidos de toda misericordia —concluyó hundiéndose en el silencio. El silencio que todo lo rodeaba como incienso consagrando la revelación.

—Maranatha —murmuró emocionado el más joven.

—Mañana morirán dos más —continuó el de la barba color fuego—, luego levantaremos el campamento y nos iremos en silencio. Es menester que este poblado sea destruido por los naturales, para que la matemática de los eventos nos sea propicia.

Talcahuano, Tralkawenu, el trueno del cielo.

La piedra azul estaba alojada en el interior del cráneo de una machi que, en su juventud, se había hecho arrancar los ojos para «poder ver». Había cosido sus párpados con tendones de cóndor y huemul, para que su visión corriera veloz entre los bosques de araucaria y volara alta sobre los lagos y volcanes de la Meli witran mapu.

Ngenechen estaba con ella.

Una noche, convertida en halcón, había sobrevolado el campamento de esos extraños hombres de piel blanca como la muerte, los winka. Le había dolido el olfato por la hediondez que emanaba de esos cuerpos fajados en telas inmundas, y tuvo que huir. La espantó el olor de sus barbas manchadas de comida, la deslumbró el brillo de la luna adornando sables y yelmos.

Hace mucho tiempo que los venía sintiendo arrastrar sus metales sobre la piel de los valles. Había escuchado llorar a la Pincoya y quejarse a los traukos cada vez que esos brujos blanquecinos, como pollos sin cocer, destruían un poco más el corazón de la mamita que nos cuida.

La machi Alerayén era ya muy anciana. A pesar de ello nunca se había asomado a semejante negrura como aquella noche en que decidió espiar a través de la pupila de un winka.

Casi perdió la razón. Todo su paisaje de ríos, montañas y helechos se hundió en un pozo espeso, giratorio, repleto de cárceles oscuras, pestes, hogueras, cruces, clavos, espacios cerrados, ciudades hediondas a mierda y látigos. «Su Dios cuelga clavado de un tronco, como un trozo de carne para asar», su corazón le gritó en la cara y la machi cayó aturdida, rodando entre los matorrales.

La machi Alerayén tuvo que mantenerse despierta durante siete días y siete noches, recibiendo las penas de cientos de refugiados que arribaban cargados de desolación a la tierra mapuche.

Todos seguían el último mandato del ya desaparecido Consejo de Ancianos de las razas rojas: «Cada hijo de la mama tierra que sobreviva a la jauría blanca y pueda cargar una lanza, deberá encaminar sus pasos hacia el sur para unirse contra la barbarie. El corazón de nuestra tierra corre peligro».

Guerreros-águila del Anáhuac México, mocetones quechuas, mujeres cocodrilo del Amazonas, jóvenes shwar capaces de hacerse invisibles, chamanes jaguar del desierto de Atacama, soldados maya conocedores del combate en los sueños, hombres de piel roja medio muertos de hambre, en harapos, desfallecientes.

La machi sentía que el día de las lágrimas se acercaba y pidió consejo a las plantitas que hacen ver. Quemó hierbas en torno a su rehue de canelo, que se elevaba dos metros sobre el suelo y se hundía doscientos bajo tierra para enterrarse en la cabeza de la serpiente que podía perderlos si no era controlada de ese modo. El chamico (planta alucinógena) habló con ella sobre los tiempos que vendrían y la machi lloró tanto que todas las vertientes de Tralco se amargaron para siempre llorando con ella. Gotas gruesas como la miel manaron desde las cuencas vacías de la última chamana capaz de hablar con las plantas de poder.

El chamico le habló sobre la pérdida de la memoria y la vergüenza, sobre la necesidad de mantener oculto el corazón de América hasta mejores tiempos, la Kalfukura, la piedra azul. Le contó en voz baja, mirándola desde adentro, acerca de infinitas cruces que se clavarían en el continente siguiendo un exacto diagrama de acupuntura negra para debilitar la tierra y mantenerla adormecida, alimentando al vampiro que se solazaría en su leche. Le especificó la palabra que los mapuche deberían pensar como protección cuando los retrataran para el archivo de almas que usarían los gobernantes para su magia negra. Le rogó que no capitularan en su defensa de la entrada a la ciudad bajo la cordillera.

La anciana suspiró, cansada y triste bajo su piel gruesa y oscura como corteza de araucaria.

—¡Madre machi! —gritó un joven guerrero que corría entre los árboles.

La anciana dejó de mirar a los ojos al chamico y la construcción cayó hacia arriba como agua estallando contra el cielo.

Todas las aves dejaron de cantar.

Un escarabajo salió por el oído de la machi y esta recuperó los colores y la definición de su imagen.

Giró la cabeza y murmuró: «Llegó el momento. No pensé que demorarían tan poco en encontrarnos».

—Madre machi —dijo el kona cayendo de rodillas, acezando—. El comedor de San Pedro se comunicó con la red de vigilancia. El chamán de Curacautín dice que una bandada de tordos apareció sobre los campos del lonco y las aguas de todas las acequias se enturbiaron como la sangre. Asegura por su linaje que esto no es cosa de kalkus o wekufes.

—Lo sé —interrumpió—, ayúdame a ponerme de pie y corre a decirle a nuestro lonko que haremos una rogativa.

—Pero, un nguillatún requiere preparativos demasiado lentos y…

—Nadie preguntó tu opinión, impertinente. Tenemos solo dos días, por eso te pedí que corrieras —insistió ásperamente. El kona hizo una grosera mueca de molestia frente a los ojos vacíos de la vieja y saltó entre la espesura separando enormes helechos y espantando a una infinidad de aves de colores, que volaron hacia los árboles como frutos regresando a sus ganchos.

—¡No creas que no te vi, Leftraru! —gritó la anciana agitando su bastón en el aire.

El nguillatún convocó a todos los loncos de la Meli witran mapu. También llegaron brujos de la cordillera, antiguos pillanes y espíritus de los volcanes, así como célebres guerreros reencarnados en pumas, árboles o destellos de luz azul.

La machi habló fuerte, tan fuerte que hasta el Sol se detuvo para escucharla. Comenzó hablando sobre el doloroso llanto de la mama tierra. De cómo la cruz que el europeo clavara allá en el norte la ancló para siempre al mapa y ya no fue libre nunca más. Advirtió que si la resistencia fracasaba, vagarían perdidos para siempre, ciegos y sordos tanteando el suelo como niños buscándose el alma entre las piedras. Insistió en la necesidad de mantener la fe y la esperanza en el regreso de los verdaderos dioses blancos, que yacen dormidos en la ciudad bajo la cordillera. Recordó que el pueblo mapuche tenía la dignidad de «Guardianes de la Entrada» de esta ciudad, y que no había otra alternativa que combatir hasta el final protegiendo la llave que abre las montañas. Llorando les confesó que habían pasado ya dos lunas desde que escuchó hablar por última vez, en susurros incoherentes, a la mama tierra y que desde entonces solo un gran vacío llenaba su mente y las montañas ya no le respondían. Les contó que temía lo peor. Los aliados mágicos se desvanecen de pena, las aves solo cantan y el paisaje comienza a olvidar quién es.

Les informó que ya olía la marea infecta que se acercaba por el horizonte, con sus corazones extraviados y la espada presta. Que no tardarían una noche en estar a la vista, que deberían avanzar de inmediato para evitar que crucen el río y contaminen el suelo de la Meli witran mapu con sus pies afilados y su violencia sin sentido. Los conminó a retenerlos con buenas y malas artes porque no son humanos. Les reveló que había un antiguo pacto con la oscuridad viviendo en sus corazones que los impulsaba y los perdía. Les rogó que no retrocedieran porque la verdadera batalla era mágica, que había unas nubes negras arrastrándose detrás de la jauría que no alcanzaba a distinguir. Les confesó que necesitaría tiempo, quizás unos cientos de años, pero que confiaba en encontrar la manera de despertar a la mamita de nuevo.

Luego del rito, cientos de konas avanzaron entre gritos de trueno encabezando los ejércitos. Más atrás caminaban, cansados pero decididos, los restos de las orgullosas castas guerreras de toda la América roja, sus emblemas llenos de cicatrices en el cuerpo y en el alma, pero con la mirada de piedra aún embelleciendo sus semblantes.

Cientos de brujos montados en cóndores oscurecieron el cielo a su paso. Abajo, traukos e invunches brotaban de la tierra para sumarse a la resistencia. Vino el alerce. Las piedras y los riachuelos se levantaron hombro con hombro contra el brujo europeo.

Una cruz se clavó en Loncoche.

El continente entró en estado de coma.

La machi ruega a viva voz, pero solo el eco le devuelve la plegaria.

SANT AG

2021

AP (Reuters).

Las autoridades salieron de su mutismo y hoy a las diez de la mañana admitieron, en conferencia de prensa abierta, lo que todos ya sabíamos días atrás: Santiago está desapareciendo.

La primera denuncia conocida habría surgido en el paradero 45 de Gran Avenida, cuando la ahora famosa señora Alejandra Sánchez estampó una denuncia en Carabineros acusando el robo de toda la plaza de su barrio.

En un comienzo se trató de pequeños detalles, un peine de plástico, una edición inglesa de War of the Worlds. Pronto el formato se amplió y asistimos al desvanecimiento de monumentos, de algún oscuro barrio deshabitado o de los restos de ese edificio abandonado que nadie echaría en falta. Al cabo de los días el fenómeno cobró agallas y desaparecieron establos completos del Club Hípico con caballos y mascotas incluidos.

La autoridad a su vez negó que el gran accidente múltiple frente a La Moneda hubiese tenido alg …

 

COLIPÍ 518 – COPIAPÓ

Comparte si te gustó y recuerda tomarte un tiempo para visitarnos.
¿Qué vas a leer hoy?

Agregar un comentario

Su dirección de correo no se hará público.