Fragmento: La historia fue otra – Carmen Hertz

La historia fue otra recuerda ese otro relato que se dejó en las sombras, el de los miles de chilenos que lucharon contra la dictadura con las armas que tenían a su alcance: la inteligencia, el profesionalismo, la obstinación y hasta el heroísmo de tantos que dieron su vida por la recuperación de la democracia.

Tras la muerte de su marido Carlos Berger, asesinado salvajemente por la Caravana de la Muerte en 1973, Carmen Hertz inició una resistencia de décadas por esclarecer los hechos y exigir verdad y justicia en un país primero bajo una dictadura brutal, y luego bajo una democracia en la que quedó instalado el miedo y la justicia “en la medida de lo posible”. La narración de esa insistencia contra viento y marea es magistral, en especial el trabajo diario en la Vicaría de la Solidaridad, la organización de la Iglesia que defendió a los perseguidos. Lograron generar una auténtica escuela de los derechos humanos.

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LA HISTORIA FUE OTRA

Carmen Hertz

El mundo decimonónico

Mi infancia transcurrió en un mundo muy conservador. Un universo decimonónico. Mi propia casa era de personas mayores: llena de cuadros, de retratos de la familia de mi padre, porcelanas, vitrinas, cristales, alfombras. Por lo general estaba todo tapado, porque el living se usaba muy esporádicamente. Yo solía almorzar sola en un comedor de diario, no en el principal, que tampoco se usaba mucho, y era atendida por la empleada. La casa tenía bastante de novela de José Donoso, nadie podía aparecer sin aviso, ni hablar alto, ni pisar fuerte, nada que perturbara mucho. Si alguien llegaba a tocar el timbre sin que mi madre lo esperara, se producía una escandalera.

Cuando nací, el 19 de junio de 1945, mi padre Germán Hertz Garcés tenía 57 años y mi madre Carmen Cádiz, 39. Fui la única hija de ese matrimonio y, para mi padre, fui poco menos que una princesa. Yo era su regalona. Mi madre tenía un carácter fuerte y era chapada a la antigua en lo que tiene que ver con los sentimientos. No tenía contacto físico conmigo.

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—Buenos días, buenas tardes, buenas noches —así me saludaba y me despedía.

Era una mujer disciplinada y siempre se preocupó hasta del más mínimo detalle de mi vida, mis horarios, mis estudios. Se dedicó a la casa, era inteligente, vivaracha y momia. Ella sí que era momia. Creo que es porque provenía de la típica clase media derechista y, además, me imagino que habrá influido el hecho de que mi padre fuera de derecha. Pero él lo era porque provenía de ese mundo, en cambio mi madre se convirtió en una radical. Una mujer que se fanatizó con el Partido Nacional y que fue activa en la época de la Unidad Popular, al punto de que encabezaba los cacerolazos en el barrio. No obstante, cuando todo se hundió en 1973, siempre estuvo a mi lado. Muchas veces fue mi ángel protector.

Mi padre fue un abogado de profesión, un hombre muy destacado. Egresó a los veintiún años de la Universidad de Chile y durante buena parte de su vida fue activo en lo público y en lo político. Antes de que yo naciera, fue intendente en Magallanes y secretario general del Partido Liberal. En la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo fue deportado a Buenos Aires, donde vivió dos años y medio. Regresó a Chile y fue nombrado de nuevo intendente de la entonces Provincia de Magallanes en el segundo gobierno de Arturo Alessandri, por lo que estuvo largo tiempo en Punta Arenas. Pero nació en Santiago. Su padre —mi abuelo paterno— era hijo de un alemán y fue uno de los primeros médicos que hubo en Chile. Su madre —mi abuela paterna— pertenecía a una de las familias tradicionales de la oligarquía chilena. Mi padre era una persona muy de derecha y conservador, pero de una gran bondad. Noble, generoso, decente. Muy íntegro, muy correcto y, sobre todo, muy cariñoso conmigo.

En materia sentimental, mi papá había sido un tarambana. Había tenido una novia oficial en Santiago, una tal señorita Bulnes, y varias amantes en Punta Arenas, amén de dos hijas. Yo me vine a enterar mucho después. Hay veinte mil fotos en bailes y banquetes porque este señor soltero que venía a ver a la novia de Santiago de vez en cuando tenía una gran actividad social. Hasta que conoció a mi madre, Carmen Cádiz, lo que también fue curioso, porque ella era una persona vanguardista para su época. Es un misterio y una suerte de secreto de Estado el año en que ella nació, aunque puede ser 1912. Como mi papá era de diciembre de 1888, deben haber tenido veinticinco años de diferencia, lo que era normal en esa época. Se casaron en 1943, luego de un cortejo larguísimo de trece años. Ese matrimonio fue peculiar: un señor de la clase alta que se casa con una persona de la clase media. Eso sí que no era usual, menos en la familia de mi padre. Sé muy poco de la familia de mi mamá, los Cádiz, porque los vínculos con ellos fueron escasísimos. Sí tuve, en cambio, una intensa relación con una parte de la familia de mi padre, que venía a menudo a visitarnos. Vivíamos en una casa de la calle Infante, en Providencia. Pero también teníamos una chacra en Carrascal, con una casona grande, donde pasé parte del tiempo de mi infancia. Había animales, caballos, una vaca que me daba leche. Era una vida muy resguardada, hasta que sucedió un hecho que nos marcó a todos: el accidente de mi padre.

Yo tenía seis años cuando se volcó con el auto yendo a Algarrobo. La persona con la que chocó se fue del lugar y mi padre quedó malherido, con lesiones no menores, entre ellas varias vértebras rotas. Tras una larga hospitalización y posterior convalecencia, tuvo que cerrar su oficina de abogados y permanecer en casa. Todo lo pagaron con fondos propios, pues no había salud pública, nada. Gastaron fortunas y, en definitiva, eso significó que la familia se empobreciera. Vendieron la chacra y la oficina y mi madre tomó las riendas del quehacer en nuestras vidas. Producto del estrés, mi padre tuvo dos infartos y eso lo incapacitó aún más. No estaba inválido, pero lo único que se permitía hacer —y que mi madre le autorizaba— era continuar con su visita mensual al Club de la Unión para cortarse el pelo. Esto marcó una impronta muy grande en mi vida y probablemente su enfermedad explica la relación estrechísima que tuve con él desde pequeña.

Yo nací en la chacra, no en Infante, y la primera parte de mi vida, hasta el accidente de mi padre, se dio en gran medida allá. Pero desde chica me acostumbré a estar sola y no me parecía terrible, todo lo contrario: era maravilloso. Mis nietas me preguntan si no echaba de menos tener una hermana, y la verdad es que no. La mayor me dice con ironía: «¡Qué suerte que no hayas tenido hermanas!». Tenía un par de primas de parte de mi padre muy cercanas. Ellas venían a mi casa de Infante a dormir y yo iba a su casa. Pero el resto de mis asuntos seguían un horario muy estricto: llegar del colegio, sacarse el uniforme, ponerse ropa de calle, hacer las tareas, tomar el té. Una vez hechas las tareas, podía escuchar un poco de radio (determinados programas, otros no). Me bañaban. Todo exquisito, calefaccionado. Me acostaba y me dormía. A la mañana siguiente, levantarse y vuelta a la rutina. Nunca pisé la cocina, jamás hice una cama.

En mi casa se leía el diario todos los días. Llegaban El Mercurio y El Diario Ilustrado. Se escuchaban los programas políticos y se hablaba de política constantemente. El acontecer nacional era el tema primordial cuando venían los amigos de mi padre, viejísimos todos. Me encantaba escucharlos y, cuando conversaban, solo tenía ojos para mi papá, a quien admiraba por sobre todas las cosas. Lo encontraba «lo máximo», un hombre «importante», que había estado en México durante la Revolución, ya que su padrastro era el embajador de Chile allí, que había visitado la Nueva York de los años veinte, y había conocido medio mundo. Los cuentos que me contaba mi padre me dejaban atónita y le dieron calidez e imaginación a mi infancia.

Cuando chica veraneábamos en Algarrobo y también ahí todo era encerrado. Íbamos a la casa, muy antigua, de una prima de mi padre, que era centenaria: doña Ritita. Era una solterona increíble, que andaba en una especie de Ford antiguo con un chofer al cual creo que ni le debe haber pagado, porque no sé si esta señora tenía ingresos. Mi padre no bajaba jamás a la playa. Mi madre, vestida y con sombrilla. Y yo también. Fue una infancia, a la vez, de mucha lectura: me compraban todas las revistas. Mampato —que venía con El Mercurio—, El Peneca, La vida de los santos, El Pato Donald, La Pequeña Lulú. Después empecé a leer las novelitas de Corín Tellado, cuando tenía diez u once años, que por supuesto no me estaban permitidas. Las conseguía y las escondía detrás de los marcos de los cuadros. Como eran unos cuadros tan grandes y jamás nadie los movía, eran un escondite genial.

Siempre fui una muy buena alumna. No podía ser de otra manera, dadas las exigencias familiares. Mi padre me alababa por ello. Siempre me ensalzaba en todo sentido, asignándome una cantidad enorme de atributos… diciendo que me parecía a mi abuela, a mi bisabuela, a mi tatarabuela…. Era un experto en levantar la autoestima… Mi madre era sobria y encontraba que el ser buena alumna era un deber y no una virtud. Pero me cuidaba y me solucionaba todos los problemas. Siempre se ocupó de mi padre y de mí. En ese sentido, fue una madre y una mujer ejemplar.

Desde mi más tierna infancia recuerdo a mi madre como una mujer militante. Ya en la elección de 1952, cuando mi papá estaba recién convaleciente, salió a las calles a repartir volantes de Arturo Matte. Yo la acompañaba. En esa elección ganó Ibáñez del Campo. Luego, en la de 1958, acarreaba un letrero gigante de Jorge Alessandri Rodríguez que decía: «A usted lo necesito», y lo colgaba de un balcón en la casa.

Mi mamá participaba en reuniones primero del Partido Liberal y luego del Partido Nacional. En la época de la Unidad Popular se volvió frenética y me ocurrieron anécdotas realmente increíbles con ella. En 1972, por ejemplo, cuando estaba esperando a mi hijo Germán, embarazadísima, mi madre me compró un moisés. Me pidió que lo fuera a buscar y partí en mi Fiat 600. Me detuve en el estacionamiento que había frente a la sede del PC en Teatinos, que era público y quedaba muy cerca de la tienda. Al lado o a dos edificios de distancia estaba la radio Agricultura. De repente, vi una manifestación de viejas momias, enardecidas, realmente unas fieras. Unas mujeres que chillaban como locas. Me apresuré a buscar el moisés cuando de repente distinguí a mi mamá en la manifestación. Entonces les grité:

—¡Cállense, viejas momias!

Se dieron vuelta y vinieron hacia mí. Alcancé a meterme en el auto cuando un atado de viejas irrumpió. Empezaron a moverme el auto, como queriendo darlo vuelta. Yo gritaba enardecida:

—¡Viejas momias, van a subir todos los obreros al barrio alto y ya verán!

Y las viejas:

—Comunista tal por cual.

Los del estacionamiento me dijeron:

—Señora, meta primera, acelere y váyase ya.

Hice eso y las viejas salieron igual que las gallinas, desplumadas para todos lados… Mi mamá tiene que haberme visto, con mi guata enorme y con el moisés en la mano.

Otra escena tuvo lugar cuando ya había nacido Germán. Comiendo en su casa con Carlos, a eso de las nueve de la noche ella se levantó.

—Permiso —dijo—. Ya vuelvo.

Y sentimos en la terraza del segundo piso el inicio del caceroleo. ¡Lo animaba ella! Entonces le dije a Carlos:

—¿Te das cuenta? ¡Es increíble mi mamá! Vámonos de inmediato.

—No —me dijo Carlos—. Si ya sabemos que tu mamá es así, para qué vamos a tener una pelea. Cálmate, por favor.

Carlos se llevaba muy bien con ella, pese a las diferencias políticas. Mi papá ya había muerto para ese entonces; falleció justo en abril del setenta. Mi mamá murió mucho después, en febrero de 1984. Alcanzó a disfrutar de su nieto: la abuela Carmen hizo con Germán todas las cosas que nunca hizo conmigo. Lo abrazaba, lo besaba, no lo soltaba. Y mi hijo Germán la adoraba.

De mis padres heredé el interés por la cuestión pública y por el estudio. A mi madre la recuerdo muy pendiente de cada detalle de mi vida académica. Después de las monjas pasé a un pequeño colegio inglés que quedaba cerca de mi casa de Infante, el Andrew Carnegie College. Entré a primero de preparatoria, era muy chica. Era de esos típicos colegios de la época que te hacían saltar de curso si eras buena alumna. Sexto de preparatoria jamás lo hice. Pero en tercer año de humanidades entré al Liceo 7. Mi padre seguro hubiera querido que yo estudiara en las Monjas Inglesas o las Monjas Francesas, pero a esas alturas ya no había plata. Y como mi padre era magnífico, le dio la vuelta al asunto y me dijo que los colegios de monjas eran fatales, que lo único que hacían era preparar niñitas para el bordado y el matrimonio, y que yo era demasiado inteligente para eso.

Cuando entré al Liceo 7 enseguida hice varias amigas. Se me abrió un mundo fascinante, muy distinto al de mis primas, que eran católicas fervientes. Una de esas amigas fue Elena Siré, Neneco, hija de Agustín Siré, uno de los fundadores del Teatro Experimental. Tuvo que salir exiliada a Suecia y entonces le perdí la pista. En mi curso también estaba la hija del director de orquesta Armando Carvajal. Y una chiquitita preciosa, Ida Vera, que posteriormente fue arquitecta y militante del MIR (la secuestraron en 1974 junto con su pareja y la hicieron desaparecer).

Las profesoras eran estrictas, pero en el marco de un colegio extraordinario en la formación académica y en el pensamiento crítico. Una de ellas, Nicha Bronfmann, fue muy relevante para mí, porque tempranamente nos dio a leer a los principales escritores franceses: Sartre, Camus, Jean Genet. Y trató de que lo hiciéramos en francés, porque era el idioma importante. El inglés vino mucho después. Mi papá solía decirme, irónico:

—El inglés, bueno… sirve para ser secretaria bilingüe, para ser azafata.

Nicha Bronfmann tenía un grupo de unas cinco o seis alumnas que íbamos a su casa, donde conversábamos sobre lo que habíamos leído. Así devoré a Sartre y a Camus. Leí Las moscas, La náusea, La peste. Todo ese proceso fue fundamental en mi formación y me acercó a las ideas ilustradas y progresistas.

Así fue tomando cuerpo la idea de estudiar Derecho. Mi madre, por supuesto, quería que entrara a estudiar a la Católica, que a esas alturas era para mí como entrar a un colegio privado. ¡Pero ella me inscribió en la Universidad Católica! Y yo me inscribí en la Universidad de Chile.

Llegué a Pío Nono, donde estaba la facultad, en 1962.

Los años sesenta

Entrar a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile fue un gran impacto en mi vida. Yo llegué de dieciséis años y con trenzas, literalmente. Tenía el pelo muy largo y me lo solía peinar así. Usaba calcetines hasta arriba, zapatos de gamuza con caña y minifalda escocesa. Esa era la pinta propia de la época. Pero cuando ingresé, se me abrió el mundo. Enseguida conocí a todo tipo de gente de distintos sectores políticos. Y en la medida en que me fui comprometiendo en lo ideológico, me fui yendo cada vez más hacia la izquierda.

Irónicamente, nada más pisar la escuela el primer grupo que me contactó fue la Juventud Liberal. Fue mi primera militancia fugaz. Recuerdo que uno de sus partidarios estuvo más tarde entre quienes encabezaron la rebelión contra Salvador Allende. Se llamaba Eduardo Kaid, un tipo vinculado a Patria y Libertad. Así, en 1962, los liberales fueron mi primer contacto con la vida política.

A esas alturas yo ya iba a fiestas, a paseos. Subíamos al cerro San Cristóbal y nos sacábamos fotos de cajón. Las fiestas del Club de la Unión eran un clásico, y ahí había que ir de traje largo. Fue allí donde conocí a José Miguel Insulza. Debe haber sido en marzo del segundo año de Derecho, en la fiesta mechona de 1963. Él venía del colegio Saint George’s y era un activo militante de la Juventud Democratacristiana. Era «niñito bien», pero no de derecha. En ese momento, en la Escuela de Derecho campeaban los radicales y los democratacristianos, que estaban emergiendo como una fuerza poderosa. José Miguel era uno de sus principales dirigentes. Nos conocimos y muy pronto empezamos a pololear.

Fuimos una pareja muy popular. Él era el gran dirigente, presidente del centro de alumnos; yo una niñita matea, nominada «reina de belleza», título que según Carlos Berger, dada mi extrema flacura, solo había sido posible gracias a un arreglín de José Miguel conseguido con sus pitutos. Éramos la pareja ideal. Nos paseábamos tomados de la mano, andábamos en las nubes, en una relación que contemplaba el conocimiento mutuo de las respectivas familias, por supuesto. Los padres de José Miguel me adoraban y yo a ellos. Llegué incluso a acompañar a la mamá de José Miguel —la señora Anita, una mujer hermosa, dulce y muy católica— a misa, porque el papá era un viejo radical, un gran abogado comecuras, masón, filatélico y con una personalidad fascinante. José Miguel también era católico, pero como tenía tanta actividad en la FECH era yo quien iba con su mamá. Y veraneaba en la casa de sus padres, que tenían un campo al interior de Chillán, en Portezuelo. José Miguel se quedaba en los trabajos voluntarios en Santiago y yo partía con ellos. Todo esto con el conocimiento de mis padres, que daban el visto bueno a esa relación tan formal.

Pese al compromiso con José Miguel, jamás fui democratacristiana. Cuando empecé a involucrarme en serio en la actividad política lo hice por el lado más real, fuerte y duro. Los liberales seguían siendo mis amigos, pero ya no socializaba con ellos. Compartía la vida con los amigos de José Miguel: Pepe Zalaquett, Jorge Arrate (a pesar de que no era democratacristiano), Luis Maira y otros amigos que tenía del colegio. En esa época conocí a Carlos Berger, que era delegado de la facultad y quien …

Fuente Megustaleer

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