Cosas que nunca te dije María José Viera-Gallo

SEGUNDA EDICIÓN CON NUEVO CUENTO

Con este volumen de siete relatos, María José Viera-Gallo revisita temas que se vislumbraban en sus obras anteriores aunque en una apuesta extremadamente emocional, contemporánea y en parte, autobiográfica. Sus personajes son puestos una vez más en lo que ya es una especie de seña de identidad de la literatura de la autora: al borde de un abismo.

Lee una reseña y un fragmento…

Reseña:Una familia comparte un viaje y una separación, a inicios de los ochenta en su exilio en Europa; una madre primeriza trata de entrar al mundo secreto en el que vive su hijo, una criatura inclasificable para la siquiatría infantil; una joven inmigrante en Nueva York se las rebusca en los más diversos oficios para sobrevivir y descubrir la pesadilla en su rutina de babysitter; un hijo debe enfrentarse a las verdades familiares heredadas de la dictadura a raíz de la muerte de su abuela; una niña chelista narra la decadencia y caída de su cinéfilo padrino, un diletante que recrea una vez más el reverso del sueño americano; un hombre en crisis matrimonial revive a los pies de la muerte, una noche de su juventud en los noventa que aún no se explica del todo; una escritora ninfómana y de culto se redime con su pasado amoroso y se reconcilia con su propia obra.

Con este volumen de siete relatos, María José Viera-Gallo revisita temas que se vislumbraban en sus obras anteriores aunque en una apuesta extremadamente emocional, contemporánea y en parte, autobiográfica.

Sus personajes —caracterizados todos por el difícil tránsito hacia una insoluble adultez— son puestos una vez más en lo que ya es una especie de seña de identidad de la literatura de la autora: al borde de un abismo, de una crisis, de una renuncia, de un nuevo desamor. Sus heridas son visibles desde las primeras palabras en narraciones que contienen una intimidad común y un hilo conductor que no elude las epifanías y los estados de gracia: los secretos o lo que no se ha dicho, ya sea por ocultamiento o por incapacidad aún de hallar el sentido que conviertan a esa experiencia de decir, en relato.

Fragmento: Cosas que nunca te dije
María José Viera-Gallo
Tajamar Editores

Zúrich

Para los cinco

I
(o el momento en que un hombre toma una pistola)

Ahora que mi papá bebe y yo, mi mamá y mis hermanas también bebemos, ciertos almuerzos suelen durar más de la cuenta. Los primeros vinos se destapan a eso de la una. Los últimos, pasadas las cuatro. Entre medio, se come. Pescado, machas, berenjenas, melones, un menú exagerado que mi papá empieza a preparar desde temprano cuando nadie piensa en comida. Es verano, estamos en el norte, y tenemos derecho a eso; a lavarnos los dientes con cucharas de palo, a reírnos sin razón, a discutir por discutir, a empujarnos involuntariamente al Pacífico helado y terminado el día, a tomar nuestros respectivos libros, ponernos pijama y acostarnos sin decirnos buenas noches. Somos una familia que no cree en los saludos de buenas noches. Una familia, en ese y otros aspectos, muy funcional. Si la luna llama la atención allá afuera, salimos a verla, si hay un programa interesante en la tv, lo comentamos; si alguien nos cae mal, hablamos pestes de esa persona hasta no tener nada nuevo que decir (por lo general es alguien famoso e irritante).

Mi papá tiene «un tumor maligno» y eso también es un tema compartido. No es que se esté muriendo, pero tampoco va a vivir demasiado. Es probable que el próximo verano no pueda comer y beber como lo hace ahora. Y que en un par de veranos más deba seguir una dieta estricta. Y que más adelante, su puesto en la mesa esté vacío. Mientras tanto, él sigue bebiendo, comiendo y contando historias, tres cosas que hace a la perfección. En su última historia hay un hombre llamado Litre Quiroga y una pistola. Qué pistola, cuándo has tenido tú una pistola en tus manos, se ríe mi mamá mientras le cambia su copa de vino por una de agua. Todos en la mesa sabemos que la mitad de las cosas que dice son inventos, desvaríos propios de su personalidad, pero desde que yo y mis hermanas tenemos memoria le prestamos la misma atención a sus fantasías que a sus historias verdaderas. Hay una verdad que por muy conocida, nunca deja de sorprendernos: la noche del 11 de septiembre de 1973 estuvo a punto de ser hombre muerto. Era, sin exagerar, uno de los diez hombres más buscados por la Junta Militar. Su cabeza incluso tenía un precio. En nuestro imaginario casi fuimos huérfanas, y esto hace que siempre pidamos perdón por todo y agradezcamos cualquier cosa. —¿Nadie se acuerda del Litre Quiroga? —alega cambiando de nuevo su vaso de agua por uno de vino. Nadie son sus viejos amigos, todos tipos con sus setentas a cuestas, a quienes también les gusta compartir anécdotas pasadas. Litre era el director de Prisiones en la up, recuerda, un gordo comunista vividor, un tipo que le tenía especial

afecto a él, a quien, a sus veinticinco años, seguramente veía como «un ingenuo y pelado burgués del mapu». Almorzaban juntos con regularidad en Gendarmería, chismeaban sobre asuntos internos del Ministerio de Justicia, pero sobretodo conversaban de comida. A Litre también le gustaban las berenjenas, algo raro en un país sometido a la demagogia de la empanada, la cazuela y los porotos granados. Pocos días antes del golpe, Litre, quien conocía el valor de un arma, le pasó su pistola «porque seguro se viene lo peor». Mi papá le dijo que se la guardara para él o algún camarada, que él no se merecía un regalo como ese. Insistió. Probablemente por lo de las berenjenas. —Todos ustedes se equivocaron con el golpe —sigue—. Litre no. La noche del 11 su cuerpo apareció flotando en el río Mapocho. Mientras Litre navegaba por la ciudad, mi papá huía de nuestro departamento con un carnet falso y la pistola en el bolsillo, dispuesto a dispararle a cualquier fascista —civil o militar— que intentara detenerlo. De sólo imaginarse en un calabozo torturado, prefería morir a quemarropa. Nunca disparó una bala. A diferencia de muchos de quienes están en la mesa, fue y sigue siendo del ala temblorosa del mapu. Si bien tenía un nombre chapa (el muy heroico Juan Bautista) jamás arriesgó su cabeza por ingresar clandestino a Chile. Pasó sus once años de exilio escribiendo artículos en su máquina Olympus. Cree, no está seguro, que el arma de Litre, la dejó guardada en el departamento de un cura de izquierda en el barrio Yungay, antes de refugiarse en la embajada de Italia. La pistola era una Colt de calibre .45.

II
(o el momento en que los aeropuertos se convierten en lugares tristes)

Tuve una infancia con escalas. Aprendí a dormir en aeropuertos, a recoger monedas de toda Europa del suelo, a medir el tiempo de las despedidas según los llamados de embarque. Aprendí también que los viajes felices eran en auto; los tristes, en avión. El primer viaje triste fue en 1974. El último, en 1985. Mis conocimientos geográficos de Chile se reducían a un póster de Valparaíso que teníamos en la entrada de la casa y a las visitas a Santiago que hacíamos para las vacaciones del colegio. Durante esos viajes, el exilio pasaba a ser apenas un juego de manos y estaciones; una mano se iba con mi mamá al invierno color ceniza de Santiago, la otra dejaba a mi papá y su Olimpus en el bullicioso verano de Roma. Para llegar a Chile, a veces teníamos que pasar por África, sólo porque era más barato que los vuelos directos. En los jumbos de entonces no existían pantallas individuales ni menos un menú de monitos animados. La mitad del avión fumaba y bebía, la otra leía. Yo y mis hermanas dormíamos debajo de la corrida de cuatro asientos, tendidas en el suelo, y nunca jodíamos a la azafata con lápices, jugos o golosinas. Sólo le pedíamos que nos avisara cuando empezáramos a cruzar el océano. Durante años fuimos expertas en cronometrar ese suceso. En cuanto pisaba el aeropuerto Pudahuel recuperaba la jota de mi nombre pero perdía a mi papá. A mi papá en realidad lo perdía mucho antes, cuando quedaba confinado al otro lado del vidrio de policía internacional. He intentado reemplazar sin éxito la imagen detrás de ese vidrio por otra más actual y quizás veraniega. En mis recuerdos siempre lleva un impermeable beige, una boina negra cubriéndole el escaso pelo y tiene menos de cuarenta años. Se ve cansado, pero no derrumbado. Cansado —y ahora lo entiendo— de criar a tres hijas, de hacer largas filas para todo (permisos de estadía o de trabajo, inspección en aduanas por culpa del estatus de refugiado político en su pasaporte), de despedirse de nosotras verano europeo por medio. La de agosto de 1983 fue la última despedida. Normalmente viajábamos desde Fiumicino, pero…

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